UTOPÍA Z: PRESENTE ( entrada nº 1 )

CITA

“ Ego primum us primun, audax et desertoris, vividus in a memorialis um quaecumque
et um nullus quasi unicus creator us oris et a metus.
Ego sum a aeternus diabolus epulonis us caelum “

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“ Yo primero del primero, osado y desertor, vivo en el recuerdo de todos y de ninguno
como único creador del dolor y el miedo.
Yo soy el eterno demonio comilón del cielo.”


PROLOGO

Destellos anaranjados ahogados en un mar polvo, iban desvaneciéndose entre la
lejanía del horizonte, entre el desamparo de la destrucción. Tal vez en antaño, aquello,
podría haber sido firmado como obra sublime procurando inspiración a pintores,
músicos o escritores. Ahora lo único que denotaba era el final de lo conocido, el
terminar de una época donde cientos de iglesias, única fuente de salvación, entonaban
los salmos del fin de los días bajo un barnizado cielo que se oscurecía entre láminas de
tristeza, plantado sobre un asfalto de inmensas torres esqueléticas. Solo las
construcciones de edificios inacabados, mantenían su estatus de intocables, donde los
inertes andamios custodiaban sus pilares. El horror se había instaurado, se había lacrado
en ese gélido atardecer, donde el avivar de las llamas sepultaban siniestramente todo lo
del mundo conocido.

Entre la ausencia de vida y la huida de la muerte, una marabunta de pájaros
fantasmagóricos cuyas miradas vacuas olvidaban el norte, aleteaban entre los vientos
invernales del nuevo caos. Sus ojos grises de hileras sangrantes, contemplaban los humos
de la destrucción, las cenizas de la supresión. Golpes, picotazos, sacudidas desplumaban
sus lánguidas alas, deslizándose como una niebla cerrada ante una menguada población
de marcha errante. Allí, el débil parecía mártir ante el fuerte, el bueno se convertía en
malo y el niño en hombre. La eterna supervivencia, el eterno peso del día a día.
Con el mar de sombras erráticas fundiéndose con la poca luz que daba paso a la
noche, mostraron entre los oscuros cortinajes del miedo a la única silueta viva en medio
de esa gran ciudad, erguida, elevada entre los andamiajes incompletos de esos
voluminosos rascacielos, fijándose persistentemente entre el océano de almas perdidas,
apenas sin parpadear, contemplando una y otra vez como la colmena de exiliados iba
abandonando lo que antiguamente era una metrópoli de provecho, desalentados,
apesadumbrados, mientras iban siendo cubiertos por esa nueva y negra era de seres
inanimados.

Ojos abatidos, boca seca. La tristeza del horror, la desesperación de la impotencia se
reflejaron en esas mejillas, acusadas con pequeñas gotas resbalando lánguidamente por
ese semblante agónico. Solo, con un pelo desaliñado, cara bañada por el barro y grandes
moratones en todo su cuerpo, imaginaba, entre su ahora cúspide de hierros remachados,
la vida que le deparaba, cayendo entre esa aflicción y perdiendo la poca esperanza que
le quedaba. Tenía los recuerdos de un pasado, la imagen de lo fue y de lo que pudo
haber sido, los ropajes de una antigua vida que en antaño denotaban la presencia de la
burguesía, ahora todo se había perdido, extinguido, suprimido, bañado en ese pastoso
color carmesí. Que terrible aspecto, que sacrificio tan pesado.

El cuerpo se inclina, las manos tiemblan, el frio de noche se infiltra entre los
agujeros roídos de sus prendas. Un cambio en el tiempo con un cielo que se oculta, el
grisáceo flujo de la devastación brama con un calor del alma que se evapora, la pausa y el
descanso se exterioriza con fuertes daños. Cerca, acompañándole entre la soledad del
destierro, una viga de acero colado mantenía su status en vertical, peligrosamente, como
un puntal entre piso y piso, rechinando en cada fuerte racha de aire que golpeaba la
cima. La prisa había impedido colocarla como era debido, tarde o temprano, su
descenso a los caídos no tardaría en ser reflejado y se moldearía en esa explana yerma
junto con los montículos de arena, las pesadas maquinarias y los grandes contenedores,
quedando expuesta al intemperie ante un pasar del tiempo casi infinito.
Un suspiro, una bocanada, un soplo. Sus piernas se extienden, las rodillas crujen, los
pasos se pronunciaron despacio dirigiéndose hacia el borde de ese exoesqueleto de
metal, bamboleando su cuerpo como un ente sin rumbo. El cuello se estira, su mentón
se tuerce, las manos se fijan agarrándose a un grueso listón instalado de barandilla
ojeando con unos ojos tristes el exterior. Allí, como autómatas sin almas, se
encontraban esas terribles cosas de aspecto apocalíptico, divisándole, vigilándole,
castañeando sus dientes al son de los segundos. Cientos, no, miles, con unos ojos
vacios, oscuros y mirada pérfida, de ropa destrozada y cara venosa, le miran desde
abajo, minuto tras minuto, hora tras hora.

Los sombríos ojos de esos subyugados del infierno, estudiaban la estructura,
escrudiñando cada centímetro de aquella gloriosa arquitectura y la cincelaban como una
única existencia en un solo cerebro como parásitos unidos entre si. No, no había peligro
de entrar, por lo menos por ahora, las escaleras del primero y del segundo piso fueron
voladas literalmente, acunando poco después grandes sacos de cemento en los boquetes
abiertos y terminando con varios cables eléctricos rodeando toda la superficie de las dos
plantas, las cuales se conectaban a un generador industrial que había en lo alto esa
edificación. Por mucho que desearan entrar aquellas esencias de maldad, estos seguían
observando al susodicho individuo, intentando corromperle desde abajo para meterse en
su torturada cabeza, creándole el miedo necesario para que diera la vida ante el horror
de un encierro no deseado. Y si, tal vez lo estuvieran consiguiendo, los malos
pensamientos se empezaban a remolinar en esa torturada cabeza, haciéndole mostrar los
días pasados, los días oscuros antes de ese fatal incidente.

Los recuerdos una vez más se visualizaban, se materializaban y el sabor de esa
amargura volvía a aparecer en una gran bola dentro su garganta.

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